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El Misterio del Aureo Florecer: Capitulo 15.- El Abominable Vicio del Alcohol

EL ABOMINABLE VICIO DEL ALCOHOL

Muy lejos de aquí, de esta mi querida patria mexicana, viajando por otros caminos, fui llevado por los vientos del destino a esa antigua ciudad suramericana que en tiempos precolombinos se llamara Bacatá, en el típico lenguaje chibcha. Ciudad bohemia y taciturna con mentalidad criolla del siglo XIX; humoso poblado en el valle profundo...

Urbe maravillosa de la que cierto poeta dijera: “Gira la ciudad de Bacatá bajo la lluvia como un desnivelado carrusel; la ciudad neurasténica que cubre sus horas con bufandas de nubes”.

Entonces había empezado la primera guerra mundial... ¡Qué tiempos, Dios mío! ¡Qué tiempos! Más vale ahora exclamar con Rubén Darío: “Juventud, divino tesoro, que te vas para no volver, cuando quisiera llorar no lloro y a veces lloro sin querer”.

¡Cuánto dolor aun siento al recordar ahora a tantos amigos ya muertos! Los años han pasado...

Esa era la época del brindis del bohemio y Julio Florez; años en que estuvieron de moda Lope de Vega y Gutiérrez de Cetina.

Entonces quien quería presumir de inteligente recitaba entre copa y copa aquel soneto de Lope de Vega que a la letra dice:

“Un soneto me manda hacer Violante,

en mi vida me he visto en tal aprieto,

catorce versos dicen que es soneto,

burla burlando van los tres delante.

Yo pensé que no hallara consonante

y estoy en la mitad de otro cuarteto,

mas si me veo en el primer terceto,

no hay cosa en los cuartetos que me espante.

Por el primer terceto voy entrando,

y aun presumo que entré con pie derecho,

pues fin con este verso le voy dando.

Ya estoy en el segundo y aun sospecho,

que estoy los trece versos acabando,

contad si son catorce y está hecho”.

Es ostensible que en aquel ambiente criollo que bardos desvelados concluían esta clase de declamaciones entre gritos de admiración y salvas de aplausos.

Esos eran los tiempos del “brindis del bohemio”, años en que los caballeros se jugaban hasta la vida por cualquier dama que por la calle pasara...

Alguien me presentó a un amigo de chispeante intelectualidad muy dado a los estudios de tipo metafísico: Roberto era su nombre y si callo su apellido lo hago con el evidente propósito de no herir susceptibilidades.

Vástago ilustre de un representante de su Departamento ante la Cámara Nacional de aquel país.

Con la copa de fino bacará en su diestra, ebrio de vino y de pasión, declamando aquel bardo de cabellera alborotada, sobresalía por doquiera ante intelectuales, en tiendas, cantinas y cafés.

Ciertamente era algo digno de admirarse en aquel mancebo la portentosa erudición que poseía; tan pronto comentaba a Juan Montalvo y sus siete tratados como recitaba la marcha triunfal de Rubén Darío...

Sin embargo, habían pausas más o menos largas en su vida borrascosa; a veces parecía arrepentirse y se encerraba largas horas día tras día en la biblioteca nacional.

Muchas veces le aconsejé abandonar para siempre el abominable vicio del alcohol, más de nada sirvieron mis consejos tarde o temprano regresaba el doncel a sus antiguas andanzas.

Sucedió que una noche cualquiera mientras mi cuerpo físico yacía dormido entre el lecho, tuve una experiencia astral muy interesante: con ojos de pavor me vi ante un horrendo precipicio frente al mar, y mirando en las tinieblas abismales observé pequeñas naves ligeras de hinchadas velas acercándose a los acantilados.

Los gritos marinos y el ruido de anclas y remos me permitieron verificar que aquellas pequeñas embarcaciones habían llegado a la tenebrosa orilla.

Y percibí almas perdidas, gentes izquierdas, horripilantes, espantosas, desembarcando amenazantes...

¡Vanas sombras ascendiendo hasta la cumbre donde Roberto y no nos encontrábamos!

Aterrorizado el mancebo arrojóse de cabeza al fondo abismal cayendo como la pentalfa invertida y perdiéndose definitivamente entre las aguas tormentosas.

No puedo negar que yo hice lo mismo, mas en vez de hundirme entre aquellas aguas del Ponto, floté deliciosamente mientras en el espacio me sonreía una estrella.

Es ostensible que aquella experiencia astral me impresionó vivamente; comprendí el porvenir que le aguardaba a mi amigo.

Pasaron los años y yo continuando mi viaje por el sendero de la vida, me alejé de esa humosa ciudad bohemia...

Mucho más tarde, allende el tiempo y la distancia, viajando por las costas del Mar Caribe, llegué al Puerto del Río del Hacha, hoy capital de la Península Guajira. Pueblo de arenosas calles tropicales a la orilla del mar; gentes hospitalarias y caritativas de rostro quemado por el sol...

Jamás he podido olvidar aquellas indias guajiras vestidas con tal hermosas túnicas gritando por doquier: ¡Carua! ¡Carua! ¡Carua”! (carbón).

“¡Piracá! ¡Piracá! ¡Piracá!” (venga aquí) exclamaban las señoras desde la puerta de cada casa con el propósito de comprar el necesario combustible.

“Haita Maya” (yo te quiero mucho) dice el indio cuando enamora a la india. “Ai macai pupura” contesta ella como diciendo: días vienen y días van.

Existen casos insólitos en la vida, sorpresas tremendas; una de ellas fue para mí el encuentro con aquel bardo que antes conociera en la ciudad de Bacatá.

Vino aquél a mí declamando en plena calle, ebrio de vino... como siempre... y para colmos, en la más espantosa miseria.

Es ostensible que aquella lumbrera del intelecto se había degenerado espantosamente con el vicio del alcohol.

Inútiles resultaron todos mis esfuerzos para sacarlo del vicio; cada día andaba de mal en peor.

Se acercaba el Año Nuevo; por doquiera resonaban los tambores invitando al pueblo a las fiestas, a los bailes que en muchas casas se celebraban, a la orgía.

Cierto días estando yo sentado bajo la sombra de un árbol en profunda meditación, hube de salir de mi estado extático al escuchar la voz del poeta...

Había llegado Roberto con los pies descalzos, el rostro demacrado y el cuerpo semi-desnudo; mi amigo era ahora un mendigo; el Yo del alcohol lo había transformado en limosnero.

Mirándome fijamente y extendiendo su mano derecha exclamó:

-“Dadme una limosna”.

-“¿Para qué quieres tú la limosna?”

-“Para reunir el dinero que me permita comprar una botella de ron”.

-“Lo siento mucho amigo; créame que yo jamás cooperaré para el vicio. Abandone usted el camino de perdición”.

Una vez dichas estas palabras aquella sombra se retiró silente y taciturna.

Llegó la noche del Año Nuevo; aquel bardo de melena alborotada se revolcaba como el cerdo entre el lodo bebiendo y mendigando de orgía en orgía... Perdido por completo el juicio bajo los efectos asqueantes del alcohol, se metió en una riña; algo dijo y le dijeron, y es evidente que le dieron tremenda zurra.

Después intervino la policía con el sano propósito de poner fin a la escurribanda y como es obvio en todos estos casos el bardo fue a parar a la cárcel.

El epílogo de esta tragedia cuyo autor fue naturalmente el Yo del alcohol, es realmente macabro y espeluznante pues aquel poeta murió ahorcado; dicen los que lo vieron que al otro día le encontraron colgado del cuello en las mismas rejas del calabozo.

Las pompas fúnebres estuvieron magníficas y mucha gente concurrió al panteón para dar el último adiós al bardo.

Después de todo esto, muy apesadumbrado hube de continuar mi viaje, alejándome de aquel puerto marítimo.

Más tarde, me propuse investigar en forma directa al desencarnado amigo en el mundo astral.

Esta clase de experimentos metafísicos se puede realizar proyectando el EIDOLÓN o Doble Mágico del que tanto nos hablara Paracelso.

Salir de la forma densa ciertamente no me costó trabajo alguno; el experimento resultó maravilloso.

Flotando con el Eidolón en la Atmósfera Astral del planeta Tierra, me entré por las puertas gigantescas de un gran edificio. Me situé al pie de la gradería que conduce a los pisos altos; pude verificar una bifurcación de la escalinata al acercarse a la base.

¡Clamé con gran voz pronunciando el nombre del fallecido! y luego aguardé pacientemente los resultados...

Estos últimos ciertamente no se dejaron esperar mucho; fui sorprendido por un gran tropel de gentes que precipitadamente descendían por uno y otro lado de la derivada escalinata. Toda aquella mesnada llegóse junto a mí y me rodeó: “¡Roberto, amigo mío! ¿Por qué te suicidasteis?”

Sabía que todas estas gentes eran Roberto, más no hallaba alguien a quien dirigirme, no encontraba un sujeto responsable, un individuo...

Tenía ante mí a un Yo Pluralizado, a un montón de diablos, mi amigo desencarnado no gozaba de un centro permanente de Conciencia:

Concluyó el experimento cuando aquella legión de Yoes se retiró ascendiendo por la derivada escalinata.